INTRO

UN ENFERMO DE DANTE

Detallar el tipo de entusiasmo que suscita en mí esta obra fundacional, alumbrada hace ya siete siglos, sería, además de una tarea inútil e inacabable, adolecer de fatuidad, desbarrancar en la gratuidad de desafiarme a discernir, inmerso en la tiniebla convocante de lo ya de por sí difícil, en qué consiste el asombro más alto.
Atrapado en esa red inasible y a merced de la impasibilidad de un ojo que lo ve todo, lo único que puedo permitirme es especular con que la exaltación a que me lleva responde a que interpela desde un abuso de ángulos, con la mayor honestidad y con una intensidad brutal e innegociable, al hacer esencial de un poeta, al carozo mismo de ese mester elusivo.
Creo que no hay cruz más definitiva, para aquel que como yo supo ensuciarse penosamente buscando un solo verso decente, que atreverse a medir fuerzas con este escrito y exponerse así a quedar expuesto y ser ridiculizado, para llegado el caso movilizarse y acendrar en uno hasta deponer, apreciar de nuevo, refundar, redefinir y volver a elaborar las pocas o muchas convicciones propias y apropiadas.
Habiendo sido educado en la falacia, volver a aprender todo.
Involucrarse con un texto antiguo que por lustros no fue sino una gravitación, y que una vez abierto llevó años de lectura ocasional, seguida, consecuente y obsesiva, años de acostumbrar el oído, de dejarse seducir, de escuchar cómo habla algo.
Años de exigencia hasta alcanzar, sin deliberación alguna, un punto de inflexión más allá del cual todo fluye.
Al respecto, aclaro enseguida que no se trata de que traducir a Dante sea imposible, sino de que es injusto e incluso una aberración.
Hay que obligarse, porque si bien nadie nos obliga no hay mejor escuela, a encarar la Comedia en el original, sabiendo que su naturaleza resulta refractaria a toda aproximación sesgada y tangencial y que de cualquier otra manera su praxis y experiencia son en última instancia inasimilables.

Yo, que estoy lejos de ser el primero y no parece que vaya a ser el último en haber pasado una temporada en el infierno, transigí en la impiedad de versionarlo precisamente porque no me evité vivir en él, y de él me traje, en un desafío no menos físico que mental, esta lectura.
Dado que Dante llega a ser tan profundo y hondo como uno tolere que sea, dado que toda hiperactividad con la que uno se le entregue o busque someterlo va a remitir y ser devuelta con creces, toda apuesta a solucionarlo va a ser redoblada, toda resolución va a ser rendida, defraudada y superada hasta colisionar contra el atisbo de la imposibilidad de escribir mejor y de que nada mejor se haya escrito, con suerte, o, lo que es peor, hasta empezar a ser trabajados por la certeza de esa posibilidad, esta intentona, sin otra pretensión que la de ir perfilando un encuadre posible, se quiere limitar en todo caso a lo que yo con humildad estimo que él supo, quiso y necesitó dejar ver como el numen que era.
En principio me impuse y dejé guiar por un único propósito, que fue el de brindar un entre hacia el referido original, facilitar un acceso y un acercamiento, inducir una curiosidad, consciente de que esta curiosidad puede no ser satisfecha sino al cabo de una vida, y no sé.
Pero como siempre, se busca una satisfacción para encontrar que la misma persistencia de esa búsqueda perentoria no puede predicarse con ninguna de las conjugaciones de infinitivo satisfacer, y con el tiempo la pretendida traducción fue convirtiéndose en esta enormidad que también quiere ser una glosa poética, una especie de taller.
Y es que hay que saber fracasar.
Puedo decir que me sirvió de brújula el allanarme y no ceder a la tentación insólita del protagonismo, que ambicioné cierta sencillez y me circunscribí a dar con una inteligibilidad y a perfeccionarme en la llaneza, que me dediqué a pulir la gema de la claridad aún bajo la tensión de la complejidad más extrema, y que me permití, ocasionalmente, tropezar con alguna expresividad.
El lujo y ejercicio de ésta buscó ser en todo caso una culminación, un derecho de conquista y una incitación más para husmear, e implicó la suposición de haber abonado el terreno dejado atrás, en este caso las divisas previas.
Cediendo ante la presuntuosidad con la escasa sombra ideante de mi pobre talento de hecho, hice a un lado, por irrespetuosos, el doblaje métrico y la mímesis de rimas, lógica prosódica y escansión de los tercetos, y prescindí también de buena parte del enorme caudal de erudición desértica usual y de la mayoría de las tentativas aclaratorias y taxonómicas, para centrarme más en determinados tópicos tonales, en la coloración, en una recomposición orgánica de la animación y el soplo de lo poético, si se quiere.
A pesar de lo cual, e incluso así, me animo a decir que creo haberle sido más fiel a la excelencia del escrito, por irracional y contradictorio que parezca, al volcarlo en verso libre.

La Comedia, esa epopeya unipersonal a la que el divino Dante logró coronar pagando por todos, no necesita ser actualizada: baste redundar en que la dinámica impresa en su construcción de sentido es responsable de la percepción conceptual y la sensibilidad occidental en su conjunto, y ya.
Leer a este genio es enmudecer y embellecerse, es aprender a esperar, cerrada y hecha la noche, ante la inagotable inmarcesibilidad del cielo estrellado: así como el tiempo nos entera de que al igual que las de éste sus maravillas no son infinitas pero sí ilimitadas, también adivinamos que a mayor indagación el abismo se muestra más silencioso, y que su trato y eventual cercanía hacen que la intensidad de sus luces sea más cegadora.
Llega a verse que del mismo modo que al referir y detallar con creciente profundidad los matices de lo equivalente termina por hablarse de todo, en el aislamiento de la propia concentración se alcanza a dar con alguna semilla sin herrumbre.
Al restringir su amplitud de campo para expandir la comprensión, al centrarse para extenderse, la obra es toda una revelación perpetuándose a expensas de nuestra pauperizada mística.
Y es ridículo pretender decir de ella la última palabra, ya que las palabras últimas son las suyas propias.

 

ABC

Dante descolla larga y distantemente en el verso más fecundo, completo, complejo y rico de toda la métrica italiana, el endecasílabo, naturalizado en nuestro idioma desde hace siglos.
Si él mismo lo define ya como superbissimum carmen (el verso más excelso) en virtud de su fuerza semántica, gramatical y léxica, de ahí en adelante hasta tal punto lo reformula, redescubre, sondea y exprime que en definitiva termina por refundarlo.
Aunque pueda resultar innecesario, es justo repetir que por la justeza, el equilibrio y la proporción de su extensión (es el verso indivisible en hemistiquios más largo, cesura que sí puede rastrearse a partir de los que le siguen, del dodecasílabo en adelante), que por su disposición (que dota al verso de una sílaba media y la flanquea de alas impares pentasílabas), que tanto por la variedad de sus patrones acentuales como por el dilatado flujo del periodo que posibilita y exige su dominio, este verso resume toda la tradición poética genuina en lengua romance.
Si se quiere admitir a la matemática implícita en toda la música de la poesía, a la aridez del número más como raíz de un deleite aportado al oído y a la boca (e incluso al patrimonio de la lengua como intelección) que como restricción, puede rastrearse que la elasticidad rítmica del endecasílabo, su flexibilidad y variabilidad melódicas, deben su fortuna entre otras razones al hecho de que el cardinal once sea un número primo y como tal obligue a los acentos tónicos a disponerse en intervalos silábicos de regularidad dispar.
El endecasílabo lleva acentuada siempre la décima sílaba, bajo dos patrones dominantes: el endecasílabo propio o a maiore, que se acentúa también en su sexta sílaba (nel mezzo del cammin di nostra vita), y el endecasílabo sáfico o a minore, que se acentúa también en sus cuarta y octava sílabas (mi ritrovai per una selva oscura).
Rítmicamente suele haber y hay otros acentos secundarios.
Como es de conocimiento elemental, Dante prodigó y dispuso sus endecasílabos ateniéndose a la terza rima, el terceto como unidad estrófica (y esta predilección suya se relaciona con el hecho de que tengan un verso medio, esto es forma organizada y centrada), encadenado o entrelazado por una rima consonante que se disemina según el esquema aba, bcb, cdc, etc.
Cada uno de los treinta y cuatro Cantos de los que consta la Cantiga o conjunto del Infierno (y lo mismo es aplicable para los treinta y tres del Purgatorio y los treinta y tres del Paraíso, desde ya) se cierra con un verso suelto que, no sin rimar con el intermedio del terceto que inmediatamente lo precede, se desprende de tal lógica trinitaria y, evitando arroparse, desnudándose al marchar, culmina el episodio.
Este dispositivo de salto permanente hacia adelante deviene una avanzada, y es de algún modo el derrame de la vanguardia en ocupación de puentes semovientes: una fuga de rima en rima, un andar y un caminar, y en definitiva un viaje escalonado de hecho de verso en verso, de hecho EL viaje.

Ahora bien, lo que Dante se permite hacer con esto es más arduo de explicar.
De la mano del diablo que se oculta en la gana de escribir, este hombre, el oído lleno de grillos, encumbra al credo poético hacia una centralidad mucho mayor que la que pueda imponer el contenidismo de cualquier doctrina, siendo ésta no un destino sino apenas un punto de partida de la andanza metafísica.
Autoimpulsado por la forma, apoyado en la fisiología del endecasílabo, desarrollando agregaciones, crea el verso como término o vocablo único: la fusión íntima de las palabras de un mismo periodo (equivalente a la disolución del individuo en una masa, gente que deja de ser multitud para erigirse en organismo), la imagen íntegra y no mutilada, el poetizar en acción.
Su verso es muchas veces deliberadamente escazonte (esca, dos puntos, cebo, carnada, señuelo) y repleto de obstáculos y hiatos, desigual y en ocasiones áspero y difícil, nada amable, nunca condescendiente, irregular por su rudeza, es decir fiel al absolutismo de la coherencia de ideas y sensibilidad, como sabe ser por eso mismo también armonioso y fluido, petrarquista, de rima fácil y camino expedito, contemplativo desde la desesperación, y entre estos dos extremos lo que se quiera, tantos registros como números reales hay entre uno y dos, adecuados todos sin excepción.
El no privarse de dicción alguna lo lleva a tal amplitud de tonos, a tal versatilidad, que resuelve por exceso la falsa cuestión del estilo en base al ritmo1 como agente de un despliegue que va del ripio a la epifanía, de la rima coral al monodismo.
La desenvoltura de su sencillez, el pasar sin transición del grotesco al sarcasmo y del humorismo a la ironía, es del mismo signo que sus fluctuaciones en la sutileza, el no equivocarse aún siendo oscuro o numeroso en la alusión, serio o sublime.
La canción aldeana, las voces de la tribu, los mantras de la manga de matungos de una murga, las criaturas en su hábitat: como el mar, con sus veras y vidas y movimiento bajo una superficie identificable por su falta de accidentes, el Infierno, bajo la corteza, es capaz tanto del más sonoro, furioso y despiadado de los tratos como del más dilatado de los silencios, y obliga a readaptar los órganos de fonación, habla y respiración para sobrevivir adentro suyo.

En el famoso dístico mnemotécnico atribuido alternativamente a Nicolás de Lyra o a Agustín de Dacia (littera gesta docet, quid credas allegoria,/moralis quid agas, quo tendas anagogia, que viene a traducirse como la letra enseña los hechos, la alegoría aquello en lo que debes creer, el sentido moral lo que debes hacer, el anagógico aquello a lo que debes tender), se cifra la madura teoría del cuádruple sentido de la Escritura desarrollada por los autores cristianos de la Alta Edad Media2 a la cual Dante parece atenerse y que extiende como un encuadre interpretativo legítimo de su propio tríptico: el literal, el alegórico, el moral y el anagógico, los tres últimos incluidos en el primero3.
Por mi parte sospecho o elijo creer, con el distanciamiento de las centurias y las salvedades de algún caso aislado, que no hace falta explorar mucho más allá del ir y venir de la letra misma en el plano del papel ni exigir otra gimnasia que la exudada por la carne del verso, que no se requiere sino atención reconcentrada al indagar la vis dicendi, la energía y deposición temperamental del decir, para ser atravesado por el relámpago de la verdad poética.
Hoy en día todo alegorismo puede no ser sino una defección semántica, cuando de lo que se trata es de ir al texto, de evitar que sucumba y acabe por desaparecer bajo el escombro, de incorporar en su reemplazo sus ejecuciones, la comprensión interpretadora no pasiva y la interpelación de lo real a partir del recurso instrumental de la imagen.
Habría iluminación anagógica desde lo literal no tanto por adelantarse las explicitaciones alegóricas y morales sino por retroceder a auscultar la tierra que se pisa hasta morderle el rabo a la serpiente incantatoria de la expresión.

 

DIGRESSIO

Imagínese no una conversación por decir poco falsa y a distancia entre conversos de la impostura hecha natura sino una charla cara a cara bajo el efecto euforizante de una antorcha en el lodazal de un callejón, no una ciudad que se disemine en arrabales, baldíos, suburbios y fábricas sino una población rotunda y endogámica dominada por adarves y agujas de iglesia, de piedra y argamasa, amurallada.
Visualícese un terruño que supiera de la oscuridad más honda y del silencio más cabal, de la impresión que hace una voz aislada, lejana, que conociera de más cerca la agudeza del verano y la crudeza del invierno, el perfil del frío hiriente y del calor paralizante, la sola expansividad única de la luz natural.
Sitúese ese entonces cuando todos los sucesos tenían, como dice Huizinga, formas externas bien pronunciadas, cuando entre el dolor y la alegría y entre la desgracia y la dicha había una distancia dilatada, cuando las experiencias de la vida conservaban ese grado de espontaneidad y ese carácter absoluto que la risa y el lamento tienen en el corazón de un pibe, cuando cualquier acto estaba rodeado de expresividad e inserto en un estilo vital rígido pero elevado y tanto las grandes contingencias como las pequeñas, de la libación a la broma, se acompañaban con bendiciones y ceremonias y sentencias y formalidades.
Cuando para la miseria y la necesidad había menos lenitivos y resultaban acaso más opresivas y dolorosas, cuando entre la salud y la enfermedad se extendía un abismo purulento, cuando la riqueza y el honor se gozaban con mayor fruición y avidez al distinguirse con intensidad de la pobreza más lastimosa.
La gente ingenua, el genuino valorar del disfrute de estar vivo, las intimidades más ostentosas e incluso públicas, los leprosos en procesión haciendo sonar sus carracas y los mendigos en los pórticos de madera quemada de los ofertorios, gimoteando y exhibiendo sus estigmas y sus deformidades.
En las esquinas ejecuciones y pregones de misioneros.
Cuando las clases y órdenes y oficios4 se reconocían por su hábito, cuando el nobiliario del feudo no se ponía en movimiento sin un pomposo despliegue de armas que infundiese respeto y envidia, cuando la justicia y la venta de mercancías y las bodas y los entierros se anunciaban ruidosamente con gritos y cortejos y música, cuando el enamorado llevaba en el pecho la cifra de su dama, el compañero el signo de su hermandad, el súbdito los colores de su señor.
Entonces, cuando por virtud de este contraste universal y de este colorido emergía del día a día un incentivo y una sugestión tan apasionantes que se revelaban, ni mediados ni suavizados, en fluctuantes sentimientos de turbulencia, crueldad y emoción íntima.
Ed ecco.

Ciñiéndome ahora sólo a las condiciones de apreciación, que no de producción, de la obra de arte, conviene, someramente, puntualizar.
La degustación estética del hombre medieval no consistía en fijarse en la autonomía del producto artístico o en la realidad de la naturaleza, sino en captar todas las relaciones sobrenaturales entre el objeto y el cosmos y en advertir en la cosa concreta un reflejo ontológico de la virtud participante de la divinidad.
La analogía, los paralelos explícitos e implícitos, la resonancia le resultaban útiles para elaborar una serie de opiniones sobre la belleza sensible que revertía sobre la belleza no sensible.
Su campo de interés estético era más dilatado que el nuestro.
El goce de los ritmos interiores de un alma en estado de gracia, la contemplación intuitiva como inteligencia aplicada resuelta en una adhesión a lo admirado llena de delicia y exaltación, una forma alucinada de mirar el universo no por lo que parece sino por lo que podría sugerir.
Tanto la sensibilidad común como el lenguaje cotidiano asociaban y mezclaban, convertían de inmediato el sentimiento de lo bello en sentido de comunión.
El hombre medieval vivía efectivamente en un mundo poblado de significados, remisiones y sobrentendidos: esa debilidad en percibir las líneas de separación, ese incorporar en el concepto de determinada cosa todo lo que con ella tiene alguna relación de semejanza o pertinencia es llevado al extremo, no para buscar una vinculación siguiendo las volutas de las conexiones causales sino para encontrarla con un salto brusco como conexión de significado y finalidad.
La atribución simbólica era estimulada por la concordancia de las relaciones esenciales: se abstraían de dos entes determinadas propiedades afines y se las comparaba, y al percibir una alegoría se gozaba de auscultar los nexos de esa cadena de metáforas codificadas y deducidas una de otra gracias al esfuerzo interpretativo, al acicate de la dificultad.

En principio, la sensibilidad de la época no hacía sino revivir, en una atmósfera de espiritualismo cristiano, la kalokagathia griega, la endíada kalòs kai agathòs socrática que indicaba la armónica conjunción de belleza física y virtud, lo bello como un valor coincidente con lo bueno, lo verdadero y los demás atributos del ser y de la divinidad.
Ser útil y deleitar, dignidad en el concepto y hermosura en la expresión, la verdad como disposición de la forma con relación al interior de la cosa y la belleza como su disposición con relación a su exterior, es decir lo bello como consonantia, como armonía, y, bajo una concepción cuantitativa, como congruencia, como expresión aritmética de la perfección formal: la unidad implícita en la variedad más una proporcionalidad fundada sobre eufonías concretas y orgánicas, y sus contrastes.
Todo esto fue heredado de la tradición clásica, al igual que ciertas prescripciones técnicas: la conveniencia, el que cada estilo debiera adecuarse a aquello de lo que se hablaba; la brevedad, el inhibirse en todo lo que el desarrollo de un tema no requiriese necesariamente.
En la idea del alegorismo medieval mismo hay que ver un principio de conciliación, por caso; a Homero se lo había atacado por disfrazar la verdad (desde Hesíodo, cuya verdad es mítica, hasta el pensamiento científico natural jónico, cuya verdad es filosófico-racional), el logos se había alzado contra el mythos y la poesía (Platón y el destierro de los poetas de su república ideal); la búsqueda de cierto equilibrio impuso la interpretación alegórica y la alegoría devino fundamento de toda interpretación textual; tendencia que por otra parte retomaba un rasgo fundamental del pensamiento religioso griego, esto es la creencia en que los dioses se manifiestan bajo formas enigmáticas, oráculos y misterios, velos a través de los cuales el hombre avisado debía penetrar.
Pero también, si bien algunos tópicos del arte medieval (como sus estilizaciones o deformaciones) no estaban originados por la vitalidad expresiva sino por la exigencia compositiva, existía una instintiva sensibilidad hacia los hechos cromáticos que escapaba de la recurrente estética anclada en la belleza inteligible.
De ahí el gusto por los aspectos tangibles de la realidad, el goce por el color íntegro sentido como belleza simple e indivisa, los tonos elementales, las zonas definidas y hostiles a la gama (esta exclusión de cualquier matiz con la que Dante coincide al objetivar sus caracteres, y que es antitética de las representaciones pluridimensionales y estereoscópicas del ser humano de la modernidad, es la cabeza de playa de sus excursiones a lo hondo de un fraseo en permanente mutación, apenas un punto de partida en sus travesías no lastradas por ningún tipo de rutina), la yuxtaposición de tintes chillones, el verde de la vegetación y el rojo de la sangre y el blanco de la leche, de ahí el entusiasmo por la luminosidad, los fulgores del día o las llamas del fuego, la luz (ya desde los místicos y neoplatónicos en general) como metáfora de la realidad espiritual.

En este contexto en el que las cosas valían no por lo que eran sino por lo que significaban, de a poco emerge una concepción donde la creación divina pasa de ser una organización de signos a una producción de formas.
La selva de símbolos va cediendo su lugar al universo natural, y aunque en la poesía el gusto alegórico aún es familiar y permanece arraigado, la alegoricidad de las cosas empalidece.
Junto a las grandes ideaciones simbólicas empiezan a hallarse complacencias figurativas que derivan de una atenta observación de la realidad en las que incluso las figuras alegóricas son representaciones realistas.
Esta atención hacia lo concreto presupone la experiencia visual subjetiva de un espectador potencial, con lo que viene a confirmarse que existía ya una subjetividad de la fruición estética antes del Renacimiento.
La visio como apprehensio, intelección, ojos y oídos para percibir y considerar (es decir deslindar la integridad o perfección, la proporción o armonía, y la claridad) la realidad: el conocimiento estético viene a ser tan complejo como el intelectual, la inteligencia viene a ser discursiva.

Si hasta acá el poeta era un artífice y el arte un oficio, no mucho más allá despuntan singularidades, comienza el deshielo hacia una época transicional donde se busca, por necesidad y temperamento social, socavar y superar este tomismo, y afloran observaciones nuevas: la materia dura y resistente que sólo una asidua obra de manipulación puede volver dócil hacia la forma deseada, el uso de medios miméticos y no sólo persuasivos o retóricos (la imitación con tal vivacidad y color que la cosa imitada resulte viva ante los ojos), el advertir que la poesía es algo nuevo y más profundo que el ejercicio métrico.
Las vertientes en las que abrevará esta evolución serán reflujos de la poesía romance y provenzal y de la gravitación de la mística.
La teoría escolástica del arte como transmisión de una concepción fabril y una conciencia de la artisticidad fundamental de toda operación técnica y de la tecnicidad constitutiva de toda comunicación artística no podía pensar, fijada como estaba en la didascalia, que la poesía pudiera revelar la naturaleza de las cosas con una intensidad y una extensión prohibidas al pensamiento racional.
Pero el trovar clus5 es ya una poética de la inspiración (la capacidad de trovar la da Dios por gracia infusa, dirá Juan de Baena en el prólogo al Cancionero), y con él alumbra un nuevo sentido de la dignidad del arte y se revaloriza la invención: la poesía toma el camino de la declaración subjetiva y de la efusión sentimental, se convierte en esa especie de identificación con el ritmo viviente de las cosas en virtud del cual no sólo se participa en este último sino que también se logra traducirlo en imágenes y formas de comunicación humana.
Lo que hace única a la obra empieza a ser el modo en el que la elaboración se vuelve concreta y se ofrece a la percepción a través de un proceso de interacción entre experiencia, voluntad de arte y autonomía del material sobre el que se trabaja, y el poeta advierte que él, al escribir, también va significando.
Los místicos, por su parte, ya estaban inmersos en la temática de la idea, del sentimiento y de la intuición.
En ellos se efectuaba ya la poesía como revelación y don divino, como regalo del cielo, y operaba ya la visión inmediata e interior, la condición de videncia del creyente que alimenta dentro de sí las reglas de armonía y las realiza sin saberlas formular, la locura del poeta ebrio de fe, la iluminación, la gracia intelectual.
Ya que la palabra deriva su poder de la Palabra original, buscar un ejemplo artístico no es componer: es fijar místicamente la mirada en la realidad que hay que reproducir hasta identificarse con ella.
Las ideas no como arquetipos platónicos sino como tipos de actividad, fuerzas, principios de operación.

En este momento alborea Dante y es disonante, por su radicalidad, incluso en él.
Para empezar resuelve a nivel escritural, por inclusión, la tensión dialéctica entre la imposibilidad medieval de justificar la contradicción, el terror escolástico hacia ella, y la existencia de metamorfosis en la intelección de lo real, de su polisemia.
Contra la linealidad de la relación causal implícita en la lógica interna que regula la sintaxis latina, se sirve del vulgar6 , del habla de los hijos y no del idioma de los padres, y es esa sagacidad suya no sólo predictiva sino visionaria, ese echar premeditada y meditadamente mano del uso verbal vivo y coloquial de las lavanderas y los pordioseros, del hombre a gamba y en la usina del parlare, de los cocineros salando el caldo de cultivo, los que anticipan el gesto extremista de la modernidad: las doctrinas manieristas del ingenio, la revalorización barroca de la metáfora como saber, las estéticas dieciochescas de lo sublime y las románticas del genio y de la inspiración, el sutil planteo del artista como excepcionalidad y como síntesis filosófica y didascálica, la asunción idealista de la autonomía total, la irrupción de la irrisión y el compromiso, todo esto puede cifrarse y rastrearse en él.
La prole de su lucidez: si por un lado aligera los abusos del estilo atildado por el otro incurre en preciosismos y arcaísmos como armonizadores semánticos, si no rehúye la hermeticidad aprendida de sus admirados líricos provenzales lo suyo no es sino figuración y limpieza de imagen remontando en expresión.
Tanto la fragua de semejanzas y simpatías como la clásica confianza en aquello que precede a la superficie lingüística del texto.
La intensidad como campana de toque y elemento aglutinante.
Ya que el mundo es una selva de formas significantes, y justamente porque se trata de transformar todo un pulular de alusiones en cadenas de causa y efecto sobre las que razonar, ya que hay la fascinación por el vértigo y porque hay que encontrar las reglas subyacentes y los recorridos legítimos para evitar significados contradictorios, dispone un artefacto capaz de multiplicidad de valencias donde la naturaleza pasa a ser intervenida por el arte, una perspectiva infinita.
Ya que el medieval conocía una sola forma de modificar el orden de las cosas, que era el milagro, instaura, sobre la base de un funcionamiento parasimpático de la versificación, un juego efectivo de relocalizaciones y acciones a distancia.
Y es que la teoría sistemática, necesariamente retrasada con respecto al fermento de la praxis, termina de completar la imagen estética del ordo político y teológico cuando éste ya está minado por todas partes: por la conciencia nacional, por las lenguas romances, por las nuevas tecnologías y la nueva ciencia experimental y cuantitativa, por un nuevo sentimiento místico, por el cambio social, por la duda teorética.
Es la escritura de Dante el agente simultáneo de tal cumplimiento y de tal dinamitación.
Porque lo esencial es que parece como si hubiera sido el propio dialecto toscano en maduración7 el que se sirvió de él para encontrar su decurso hacia la adultez, el que lo usufructuó como agente más que definirlo como forjador, y uno se ve tentado a decir que puede rastrearse una propensión, una voluntad, un intelecto en sí de la lengua misma intensificándose en explorar y explotar la nerviosidad intrínseca de su propio cuerpo para habilitarse a decir lo que sea.
De la transubstanciación de toda el alma neolatina a la piedra miliar en el itinerario del esfuerzo humano secular, de la proyección de la fisonomía del mundo en un fotograma a la posibilidad de su reconstrucción anímica.
Una lírica total.

El enajenamiento y la desesperante prodigalidad de un alma inclinada a la contemplación del plan divino se emparenta con la excitación de una conciencia enfebrecida por la palabra.

 

ESTELAR

Aún habiéndose revolucionado en manos de este vagabundo alucinado, la versificación dantesca es, como tal, una coerción y una ley impuesta sobre el dictum.
Sin embargo, esta versificación es excitada por una presión interna constante y de un salvajismo primordial casi desatado causada por la dicción misma.
El sutil encarnizamiento entre ambas es el de una simbiosis no parasitaria.
En términos sincrónicos, la hastiante oposición dialéctica entre forma y contenido (diferenciación que no resultó nunca ser más que una comodidad, si no una facilidad, conceptual obsolescente) adquiere al interior del verso, del terceto o del pasaje una agonística que deriva de tensiones sólo inherentes al mismo.
Acá el agua no corre mansa ni hay otro riesgo que la asunción indómita de lo vivo, acá es el idioma mismo en crecimiento, muta y adquisición de complexión, el que recurre, constreñido por la versificación, a todas las metamorfosis (incluso las formales, que jamás son formalistas: desde la concertación táctica de vocablos distribuidos con precisión a la vecindad y el uso táctico de rimas internas) y fintas imaginables para sostener el peso implosivo de la métrica, y esto sin dejar de lado la síntesis y eventual deyección táctica del lastre, semántico o no.
Así como diferentes lenguas exteriorizan un grado variable de acuerdo entre su fonética y la música interna de su significado (distancia que es historiable y está sujeta a historicidad, puede rastrearse cómo se suscitan vinculaciones tonales en cada caso y qué tan raro es que el significado vaya en contra o en paralelo a la vena de asociaciones auditivas aparentemente universales), Dante se exige en esta fricción sin renunciar a ningún pánico, e incluso la alimenta con carne cruda.
Sin ningún esfuerzo aparente, tal como el hombre respira o las águilas se sostienen en el aire, Dante hunde el hierro de la significatividad, es decir la productividad poética máxima, la idoneidad funcional de todos los componentes de cada verso, la competencia de toda expresión, la perfecta pertinencia y utilidad, llegado el caso, hasta del desperdicio, en la madera curada de la codificación formal.
El tipo de significación a la que apunta viene a ser el cociente siempre entero e íntegro de esta división entre versificación y lengua, una cocción cuyo resto indefectiblemente es cero y en la que cabe incluso la perfección del silencio.

Leído así, este equilibrio en tensión de su expresión poética sería la resultante de dos fuerzas antagónicas en una lucha sin renuncios, una existencia entre la contención y el exceso, y puede ser descrita también con el símil del estadío evolutivo medio de la vida estelar según se la conoce o estima en la actualidad.
Dadas las estrellas, ver en ellas enormes y fieras esferas de gas, inmovilidades transitorias en un desarrollo de contracciones y dilataciones, hornos termonucleares.
Su progresión puede ser discriminada.
Extendidas nubes interestelares de átomos y complejos moleculares fríos, materia elemental dispersa en el espacio que por mor de la mutua atractividad característica de toda masa, por minúscula que sea, empieza a avecinarse, por distante que se encuentre.
De la distancia a la convergencia y de ahí a la vecindad, a la incitación del agrupamiento, al acrecentamiento exponencial y redundante de su atracción gravitatoria y al aglutinamiento, a la consecuente acumulación de masa y a una mayor cercanía y ésta a que se deje sentir una presión que al aumentar hace que aumente a su vez la temperatura del conjunto.
En adelante, cuando la cantidad de materia sobrepasa cierta masa crítica, la nube, ya inestable, se contrae con rapidez creciente, su región central se hace más densa que la periferia, y se intensifican entre sí presiones y temperaturas mientras toda la envoltura cae, converge.
Al igual que nos aprieta el mar al hundirnos más y más en él, el peso de los estratos exteriores comprime al gas interior con tanta más virulencia cuanta mayor sea la profundidad de éste, la presión se hace colosal y los átomos, colisionando entre sí, perdiendo y ganando electrones, soltando fotones, destellan, emiten un principio de brillo nebuloso y coloreado.
Luz que ejerce un incipiente empuje sobre los átomos que ilumina, una tenue expulsividad que inutiliza en parte la presión siempre centrípeta de la materia y evita que la estrella se convierta, sin haber nacido todavía, en un ovillo diminuto y abortado.
Cuando la temperatura del asunto alcanza inconcebiblemente el orden de la decena de millones de grados, sucede: ingentes cantidades de protones separados ya de sus respectivos electrones se impactan con tal violencia (con algo más de rigor y mayor pobreza de palabras: vencen la repulsión eléctrica entre ellos y franquean la barrera de potencial gracias al efecto túnel que propician algunos de sus estados energéticos en superposición, dentro de un escenario cuántico) que llegan a fundirse, desprendiendo en este proceso termonuclear fotones y otras partículas que en una danza magnética, por convección y transmisión, comparecen en la superficie de la esfera que vino a delimitarse en medio de manchas, rizos y protuberancias incandescentes, y terminan por perderse como radiación en la vastedad.
Esta emisión ininterrumpida de energía residual contrarresta la constante pulsión gravitacional tendiente a que todo se hunda y se accede al equilibrio, de manera que los astros, caros a todos y tópicos de Dante, no serían en buena medida y buena parte de su ciclo evolutivo de eones sino una estabilización provisoria, un paréntesis con la intensidad de la guerra más indócil.
La disciplina de un principio de organización incipiente versus el pandemonio que hierve en todo fruto en sazón, la conquista de la complejidad a expensas de irradiar desorden, un fuego extravagante y sensacional contrabalanceando el peso de la sistematización.
Soles azules o violáceos, jóvenes y calientes, soles anaranjados, luminosos, amarillos, soles rojos y viejos, agonizantes, versos de toda laya.

Es lógico extasiarse ante la magnificencia de la ordenación formal de la Comedia (la extensión etérea del campo de gravedad, ese control despiadado y constante sobre los elementos constitutivos) y considerarla como una estática y una disposición orquestal perfecta de las que resulta una suma catedralicia, pero es menos frecuente, y tanto más enriquecedor, estimarla desde el dinamismo de su especular esgrima interna, ese trabajo exhaustivo de fragua y desmarque que tantea por todos lados buscando un resquicio, ya que la obra es justamente el despliegue irrenunciable de ese derroche y sus múltiples manierismos.
La elasticidad de lo que busca decirse al adoptar sucesivas estrategias de evasión ante el guardián métrico, y el ademán de la verdad cristalizado en una formulación inequívoca.
La exuberancia de la rima8 , por caso y según ya quedó dicho, que llega a extenderse con una pasión inclusiva tal que desborda en consonancias internas, por caso el fraseo, el ajedrez prosódico ramificándose hasta la letra singular; el recurso al apóstrofo (que el italiano, a diferencia del español, sí admite, como admite apócopes y aféresis), es decir la elisión de vocales, el apiñamiento y contracción silábica que prestan a la escansión una mayor, decisiva e inimitable destreza fina; la adecuación a un patrón silábico dado que se apoya en una variedad numerosísima de rastros rítmicos.
El verso como adaptación a procesos de fusión y coerción, a acciones y reacciones, y su significatividad como energía resultante liberada.

 

LA MENTE EN LLAMAS

Por su parte la consecución mental y cerebral podría fungir, si se quiere, como un segundo símil, esta vez diacrónico, de los vectores tendidos entre tierras, de la interpenetración de mar y aire en el archipiélago significante de la obra.
Paisajes cognitivos.
La matriz neuronal como un campo de acción móvil en el que las relaciones entre secciones distintas (desde la identidad total de pasajes o su reinterpretación y eco hasta la recurrencia como principio de elaboración o la reaparición de una simple alusión temática) van hilando una red de lazos en muchas ocasiones laberíntico pero desentrañable, una organización reticular que al extenderse sutiliza los procesos de ampliación de la conciencia sin por eso dejar de mostrar rasgos dominantes bien dibujados.
El arte exhaustivo de la atención, el yacimiento intelectivo que permeabiliza y es permeable a la retahíla de asociaciones en mutación, la percepción como hilo narrativo de un tejido conjuntivo espacialmente denso, como resignificación de los estímulos, la mente unificada a partir de un cerebro especializado, un intérprete enhebrando coherencia.
La evidencia de la univocidad que reúne al todo sin despreciar la multitud de matices.
El deslinde de zonas distantes que se coordinan más allá del relieve y la topografía, el unísono, y a veces la malsonancia, puestos a trabajar a distancia, el encendido de regiones interdependientes, el reclutamiento de áreas foráneas y su vínculo intencional e intencionado.

Con mayor precisión: así como la mente puede que no sea (dada la intangibilidad de la experiencia subjetiva de cualquier conciencia propia en ella) sino un epifenómeno de la utilización del pensamiento (el que en efecto modifica la fisiología del cerebro como órgano), la significatividad sería el fenómeno emergente de la complejidad adaptativa del sistema poético puesto a domeñar el elusivo sentido de lo real.
Al imponerle al idioma una métrica que en su estrechez es todo lo flexible que se quiera, Dante se propuso propiciar que un número muy elevado de agentes verbales interactúen dinámicamente entre sí.
Cada uno de ellos, restringiéndose a seguir sin excepción reglas sencillas de interacción con su entorno más inmediato, ignora de hecho toda otra delimitación que se establezca a un nivel superior, aún cuando afecta y es afectado por sus vecinos.

La materia verbal en ejercicio genera así patrones repetitivos, deslices y corrimientos a partir de los cuales terminan por emerger no sólo fenómenos de significación nuevos que no se infieren del estado previo sino que se alcanza, tan extraña como inevitablemente, la consecución de un orden emergente excepcional.
Donde la vicisitud, las certezas adquiridas y la episódica cultural establecen, fijan y reproducen hábitos mentales dominantes y consecuentes, la empatía de ciertas ideaciones verbales y los sesgos cognitivos que el idioma mismo aprende a adquirir riegan, como hilos de pólvora, de fuego la physis.
Alumbra un nuevo régimen de aprehensiones recursivas.
Desde la resonancia prosódica y la metáfora como equivalencia esa gimnasia se integra en un cosmos cuya conectividad es un contagio, una infección incluyente que sobredetermina cada una de las relaciones entre las partes y un propagarse que saltea muchas veces toda solución secuencial y opta por el tendido holístico de afinidades.
La habilidad del lenguaje como razonamiento simbólico pero también su fisicidad, su reacomodamiento y adecuación situacional, su plasticidad ante la captura de lo sensible, la incorporación y consolidación de lo aprendido como disposición hacia lo que queda por aprender, la alteración incremental de la percepción que a su vez se habilita, el baile de la información a través del sistema nervioso, la asimilación gradual de lo complejo y la especificidad, el perfeccionamiento de la estupefacción, las neuronas que coronan un túmulo determinado, se localizan y extienden sus axones y dendritas para contactar otra, la obra cristalizando como la mente perfecta dentro de un cerebro en ciernes, solventando modos específicos de significación.
Su precipitación en el lecho prosódico, la pregnancia de la escucha, el poder alucinante de la imagen como punta del témpano semántico, el vascular entre la tolerancia o la falta de hábito ante la ambigüedad, el soportar de un modo u otro la inconsistencia superficial de la reiteración para terminar procesándola en profundidad y rindiéndose ante el prodigio de su cohesión.
La superchería conclusiva del trabajo reflexivo junto a la fascinación por su relojería, en la que a una baja de intensidad en ciertos pasajes le corresponde una mayor agitación sinfónica y la difusión de cierta actividad antes concentrada, las cercanías y distancias que se promueven entre valencias, bivalencias y polivalencias de registros, los sectores especializados que se silencian y las inmensidades sin descalabazar que se coligan por asociación y síntesis.
La creación como un estado de gracia vegetativo en el que el tálamo oscila, vibra, refiere las fluctuaciones rítmicas de determinado grupo neuronal, se sincroniza con otros.
El aullido y la irrisión de la forma al pasarse por alto lo innecesario, el choque de oposiciones previsto entre profundidad y altura para que, lejos de toda provocación, se friccionen, y a su vez la lengua suelta, el instinto que gobierna a la dicción.
La poesía como verdad en tanto se atiene a la frugalidad de toda operación mental.

No siendo sino emotividades primitivas Dante nos enseña a pensar y a usar la entraña (nos alecciona en que pensar es indisociablemente emocionarse), no sabiendo sino mirar nos enseña a ver (el) más allá.
Al trajinarnos nos cultiva y perfecciona, al permitir que nos vaya inficionando adquirimos claridad, somos gestados por sus palabras en tanto éstas se encadenan tendiendo una trama (que está lejos de ser azarosa pero cuyo plan, de tan evidente, termina por resultar inescrutable) en la que vibra la electricidad y el brío vivencial inherente a todos y almacenado en cada quien.
Porque de la Comedia no emana sino el saber propio.
Donde la novedad por la novedad misma no pasa de ser sino la forma viciada en que se combina lo ya conocido y lo que se descubre nada más que alguna de las miles de maneras de que algo no funcione, Dante, siendo todo él principio y fin en sí, emparenta ese apetito ciego con la irrisión y resulta por lejos el más original sin dejarse atrapar por lo novedoso: lo desestima en tanto mera y servil ocurrencia y es anticipatorio, entre tantas cosas más, en su desprecio hacia esa especie de creación insidiosa de valor de un capitalismo no por incipiente menos rancio.
Si bien los medievales no eran tan teatrales como nosotros, e incluso llegaban a considerar a la singularidad como un pecado de orgullo, sí tenían sentido de la innovación, pero se las ingeniaban para esconderlo bajo el disfraz de la repetición donde ahora fingimos innovar incluso cuando nos repetimos.
Amén de lo cual lo que distingue a Dante es su alcance, su hondura, su torque, su infalibilidad, las agujas de su pajar, la sutilidad de su falta de prejuicios bajo la dictadura inquisitorial de la tutela conceptual escolástica, el haber sido habitado por un dios.

Cabe agregar apenas, sin entrar en una materia que no me seduce y tantos ríos de tinta hizo correr, que la soberanía de la obra excede las demasiadas consideraciones acerca de sus muchos sentidos, y que en algún punto no se leyó, ni puede ser leída, lo suficiente.
Pero, toda vez que en su mundo, por ejemplo, los objetos tiemblan y se comban, la hierba se arranca de la tierra y repta y las bestias se quedan quietas de cara al viento, es posible poner en juego la sangre hasta alcanzar a ser un caminante detrás del peregrino y proceder a la humildad de transitarla a pie.
Bien vista, la cantidad de itinerarios que plantea es inabarcable, al igual que su dispendio verbal, las escalas que toca y el tipo de sutilezas diferentes que es capaz de hacerle, de obligarle a inferir al lector al formarlo, al reconfigurar al nuevo converso.
De hecho lo esencial es que algunas, si no varias, bastantes y acaso todas las asunciones en función de las cuales uno haya podido apropiarse de la realidad y pretenderse ante ella se ven sometidas a reformulación.
Lejos de cualquier lugar común, no se emerge de la Comedia siendo quien se era.

1 El ritmo como fuerza e impulso que produce un deseo irrefrenable de seguirlo y acomodarse a él en cuerpo y alma: remar, sacar agua de un pozo, cultivar algodón; el ritmo como melos y tranquilizante, su música como descarga de afectos y afecciones, como suavizadora de la ferocidad anímica: llevar el paroxismo al extremo y las emociones al desenfreno para aliviarse; el ritmo como conjuro y oráculo, la salvaje irracionalidad de la poesía que en la antigüedad tenía utilidad supersticiosa: encadenar frases rítmicamente (la ordenación de los átomos de un enunciado con la que se matiza y se le da extrañeza y oscuridad al pensamiento) para causar una mejor impresión al cielo (Kafka: ‘escribir como una forma de orar’), sabiendo ya de su eficacia mnemotécnica; el ritmo como trazo en el tiempo y la melodía como ritmo en el que la altura, el número de vibraciones por segundo de cada elemento, se prefija y delibera; Nietzsche: ‘¿Hubo en general para la humanidad algo más útil que el ritmo? Con él el hombre podía hacer lo que quisiera… Sin el verso no se era nada, gracias al verso se era casi un dios’.

2 Ya desde Orígenes (185 dC/254 dC) se hablaba de un sentido literal, uno moral o psíquico y uno místico o pneumático, y de ahí venía a derivarse la tríada literal, tropológico y alegórico que lentamente fue consolidándose en la referida teoría de los cuatro sentidos de la escolástica cristiana. Puede verse hasta qué punto las mismas inferencias doctrinales eran parte de un hilado común y un clima espiritual de época si se consideran las ramificaciones conceptuales y las mutuas influencias que ejercían entre sí a este respecto las tres grandes religiones monoteístas. Como expone Scholem, en las reflexiones de Filón de Alejandría (15-10 aC/ 45-50 dC) se ubican las primeras conciliaciones entre la filosofía griega y el judaísmo. Abrevando tanto en la tradición exegética judía como en el estoicismo, y ya que ambos coinciden en su aspiración a la verdad, él funda una armonización en la que resulta posible concebir un uso instrumental de la razón helena para profundizar en la lectura bíblica. La consecuente diferenciación, fundada en la alegoría, entre el sentido literal del texto (el cuerpo) y su sentido espiritual (el alma), es la que penetra tanto en el cristianismo de los Padres de la Iglesia como en el Islam, muchas de cuyas corrientes ponían especial acento en el sentido interior, alegórico o místico del Corán en oposición al sentido sencillo o exterior de las palabras. Por su parte la exégesis cabalista, al apropiarse más tarde de esta diferenciación, encontró una nueva reformulación del plano alegórico, ya propiamente simbólica, escindiéndolo, y abriendo así el camino a la clásica concepción de la manifestación de la Torá según cuatro planos de significado diferentes (imagen que se consolidó justamente en el siglo XIII). Según la doctrina del Zohar, inscritos en la palabra PaRDeS (que literalmente significa Paraíso) se refieren, con cada consonante, los mismos: P para pesat, el sentido literal; R para rémez, el sentido alegórico; D para derasá, la interpretación talmúdica y aggádica; S para sod, el sentido místico. En adelante fue echando raíces la idea de la Torá como un organismo y el principio de su variada e incluso infinita si bien jerarquizada significación viviente. Al margen de la discutible existencia de filiaciones históricas entre aquellos cuatro sentidos zoháricos y la mencionada concepción (similar pero más antigua) del cuádruple sentido de la Escritura, su semejanza es inconfundible.

3 El santo de Tomás había precisado, en su teorización acerca del lenguaje alegórico, al literal como la suma del sentido del enunciado y la circunstancia de enunciación, deslindándolo con este enroque del espiritual, en el que subsumía a los otros tres. Estableciendo que el primero albergase más de un matiz y que el segundo fuera entonces triple, los hizo caer a un lado y otro de la voluntad representativa del autor. Así, ya fuese una o fuesen varias las significaciones que cualquiera plasmara en un texto, desde el momento en que pretendió comunicarlas como tales son consideradas literales, mientras que el sensu espiritual englobaba todas aquellas significaciones que el autor no buscó comunicar, no sabía que in factis estaba de hecho comunicando. Tal distinción era válida tanto para la historia sagrada como para la profana, si bien ésta era historia de hechos y no de signos. En la poesía mundana, entiéndase toda la escrita por el hombre, no habría otro sentido que el literal, es decir, no es que no habría parábolas sino que las mismas se integrarían en lo que el autor quiere exponer, no se requiere un esfuerzo hermenéutico en la interpretación del signo, la metáfora o alegoría in verbis se entiende directamente. Claro que ahí donde él sí le reconoce por este medio a la poesía un rango de arte y de recta ratio factibilium pero inferior al puro conocer filosófico y teológico, Dante dinamita esta canónica contraposición desde dentro no sólo habilitando la lectura de su texto, mundano y vulgar él, bajo el triple patrocinio de lo espiritual, sino prefigurando la pluralidad inasible de los sentidos, la continua fermentación del significado tan cara a la modernidad, y esto sin dejar de atenerse también a un uso didascálico de la alegoría.

4 En la Florencia del siglo XIII la participación cívica y el ejercicio de cargos electos en la Comuna y el Priorato exigía la afiliación a algún gremio, de los cuales había siete principales (arti maggiori: jueces y notarios, comerciantes de tela, cambiadores de divisas, mercaderes de lana, mercaderes de seda, comerciantes de pieles, y médicos y boticarios) y cinco menores (artie medie: zapateros, carniceros, herreros, albañiles y comerciantes de cosas de poco valor). El 6 de julio de 1295 una provisión modifica las ordenanzas previas y hace de esa exigencia una formalidad, bastando desde entonces para aquel ejercicio sólo la inscripción en algún gremio pero no la práctica: es así que Dante se afilia al de los médicos y boticarios (arte dei medici e degli speziali), único abierto a los poetas, artistas y pintores, y da inicio a su ingrata carrera pública.

5 En los provenzales aparece la amalgama de los apetitos sensibles con los principios metafísicos, la fusión de cuerpo y espíritu en una visión poética, el doble rostro de lenguaje secreto (esto es trovar clus) y poesía confesional. El amor no es en principio para ellos ni gozo ni locura pasional (aún cuando ambas categorías se cuentan también entre sus creaciones) sino la meta mística de la vida noble, a la vez su condición fundamental y su fuente de inspiración. Más adelante, con Guido Guinizelli, alumbra el primer movimiento literario en el sentido moderno del término, el Dolce Stil Nuovo: en lugar de la caballeresca Provenza, la imaginaria patria del cor gentil; se trata del primer credo artístico autónomo, una suerte de sociedad secreta de sabios con un mismo sentir, una comunidad, una aristocracia y una élite con contenidos y oscuridades determinados y con mayor coherencia y disciplina unitaria que en el caso de aquéllos.

6 Todo un lenguaje crudo empezaba a desenvolverse con ímpetu en el estilo bajo: juventud y envejecimiento se enfrentan con violencia. Junto a un latín senil y estéril (raíz de las lenguas romances, esto es de aquellas que surgieron en el suelo del Imperio Romano del que derivaron todas independientemente unas de otras: de oriente a occidente, y en orden geográfico, rumano, italiano, francés, provenzal, catalán, español, portugués), ni bien despuntó el volgare literario nació también y además la retórica del volgare ilustre. Al volgare hay que entenderlo como lengua natal o madre: originaria, espontánea, poseída por todos los miembros de la comunidad y apta para la comunicación hablada, familiar y cotidiana. En su contexto (el panorama lingüístico de ese entonces incluía la lengua de oil – variedades del francés -, la lengua de oc y de los yspani – el lemosín, la lengua poética común a provenzales y catalanes -, y la lengua de si o italiano – catorce dialectos subdivididos en una multitud de variedades menores -), Dante intenta resolver el caos de la floración espontánea de lenguas, es decir la misma Babel, mediante el expediente desmesurado de volver a inventar todo, de dar con la llave maestra. En su De vulgari eloquentia caracteriza su herramienta, el vulgari excellentiam: ilustre o culto (por estar sublimado por el magisterio), cardinal o central (por poder articular a su alrededor el entendimiento de todos), áulico o cortesano (si en Italia llegase a haber una corte habría de hablarlo), y curial y reglamentado (que responda a las exigencias de elegancia y propiedad).

7 Porque hay la excepcionalidad evolutiva de la lengua italiana respecto del resto de las lenguas romances más afincadas: ahí donde éstas (el español, el francés, el inglés) fueron moldeándose sobre el idioma de la capital política y administrativa respectiva, aquélla en cambio lo hizo sobre el mentado dialecto florentino trescentesco aun cuando la ciudad de Florencia en rigor nunca fue un centro de ambiciones suprarregionales. Pasa que sí dio vida a una gran literatura, de la cual Dante es el ápice, enseguida difundida y emulada por todas partes: al darse en sus orígenes mismos y en no más de tres cuartos de siglo, al ser precoz, esta madurez de genio de la que irá a dar en lengua italiana asume un significado decisivo. No es casual que al discutirse la cuestión de la lengua en el siglo XVI, Pietro Bembo la zanjase (apelando a su indisputable autoridad, al intentar la primera gramática en sus Prose della volgar lingua, de 1525) proponiendo como modelo de la lengua italiana al purismo petrarquista (en poesía, al igual que a Boccaccio en prosa), no en desmedro del libérrimo experimentalismo del toscano de Dante (a quien ya su propio padre supo levantarle monumentos de los tangibles en Ravena, Florencia y Ferrara) sino en vistas de la imposibilidad de contenerlo en una normativa.

8 Hay que decir que antes de Dante la poesía medieval había ya consolidado en muchas de sus posibilidades la invención de la rima. La conciencia técnica de sus pensadores, que no podía no estimular la reflexión teórica, se debía en lo esencial a que casi todos ellos, místicos o no, fueron en su juventud poetas, y a menudo de los más calificados. Desde ya que en su caso en el marco de la poesía en latín, y en el de Dante, cómo no, en el de la vulgar. Claro que consolidar posibilidades, con todo lo grande que pueda haber sido, no es más que una tibieza al lado de explorar, explotar y extremar potencialidades.